Quién tiene un amigo, tiene un tesoro. Así que yo he sido
rica casi toda mi vida.
20 años han pasado ya desde que
llevábamos el pelo a cacerola y la bata a rayas rojas y blancas del uniforme de
infantil. 20 años desde que tú te asustabas de los señores disfrazados de reyes
magos que venían a vernos al salón de actos, mientras yo ponía cara de
aburrimiento y me quedaba pensando en las musarañas.
Crecer juntas no es moco de pavo.
En la infancia, entre campamentos y partidos de baloncesto descubrimos que
juntas éramos más fuertes, que si nos compinchábamos, a pesar de que los chicos
no nos pasaran el balón, podíamos hacer que nuestro equipo ganara un partido, o
que las travesías fueran menos duras, y andar no se nos hacía tan difícil si
íbamos hablando de libros, películas y un largo etc… Y así llegamos a los 13, subimos
nuestro primer 3000 compartiendo la mochila, cada una con sus motivaciones,
pero juntas, y empezaba la época de los chicos, de las llamadas de teléfono
eternas, el mítico “y vas tú…”, de los cotilleos después de entrenar, o
mientras entrenábamos (¿quién dijo que no se puede encestar mientras se habla?)
de carpetas forradas, de amor a Orlando Bloom, entre otros, más libros, más
películas, odio a las matemáticas y sobre todo, de desarrollar esa afinidad y comprensión incipiente a lo
largo de esa absurda adolescencia, entre algunas lágrimas, y sobre todo, muchas
risas, sueños y confidencias.
Empezamos bachiller con la
emoción de ir por fin juntas a clase. A letras, por supuesto. ¿He remarcado ya
el odio acérrimo hacia las matemáticas? Fue el momento de que leyeras mis
historias, de empezar a hacer las míticas sesiones de cine, de quedarnos toda
la noche, bien abastecidas de pañuelos, por nuestra tendencia al drama, de los
viajes de estudios, y sobre todo de esas clases de psicología en las que nos
sentábamos juntas hasta que Nicolás, harto, no separó, pero que nos dieron para
dibujar con fosforito el mapa de Europa en el libro y decidir que íbamos a
hacer Interrail, y cómo. Nadie nos daba mucho crédito, claro, igual que no me
daban mucho crédito cuando dije que me iba a Australia un año, pero ahí
estábamos, obstinadas y convencidas, y dispuestas a dejarnos la piel para
ahorrar lo suficiente para hacer el viaje soñado.
Podía haberse ido todo al traste.
Yo me fui a la otra punta del mundo, tú empezaste la carrera, y podíamos habernos
distanciado. Pero a pesar del cambio horario, hablábamos casi a diario,
separadas por primera vez tanto tiempo desde los 5 años, mandándonos esos
emails eternos con el título plagado de puntos suspensivos en el que buscábamos
el apoyo incondicional a la hora de enfrentarnos a la vida de adultas.
Trabajar, estudiar, salir de
juerga, Interrail, días enteros en la biblioteca, cafés, desayunos, viajes a
Portugal, a la playa, a la montaña, Nocheviejas, amores, desamores, idas y
venidas de amigos, amargura, tristeza, alegrías…Libros, pelis. Pensábamos que a
los 18 ya éramos mayores, pero nada más lejos de la realidad. Sí es cierto que
probablemente ha sido el periodo más intenso de nuestra vida, pero ahora
llegamos al cuarto de siglo, y empezamos a parecer mayores de verdad. Hemos
acabado de estudiar, trabajamos, tú te has mudado, a mí poco me falta, estamos
cansadas casi siempre, ahora quedamos para tomar pinchos y vinos, o al café,
pero poco de fiesta. Hablamos de alquileres, de muebles… Eso sí, hay algo que nunca
cambia: Libros y pelis.
Y ésta es nuestra historia juntas, que después
de 20 años, creo que ya se puede hablar de historia. Leí que según un estudio,
las amistades que se mantienen más de 7 años, durarán para siempre. En fin, no
hacía falta un estudio para confirmarlo, pero está bien eso de tener a la
ciencia de nuestra parte.
Hay personas que vienen, que van,
que aportan algo muy bonito temporalmente, dejan huella y luego desaparecen.
¿Qué es entonces lo que nos da permanencia en la vida de la otra? La respuesta
podría ser libros y pelis, claro, pero aparte de ser bibliófilas y cinéfilas
hay algo más. Algo relacionado con todas las vivencias compartidas, todas las
historias en común, todos los recuerdos… La memoria forma parte de nuestra
identidad como personas, y compartiendo esa memoria en tantísimos aspectos,
todos ellos buenos, nos convierte en amigas indivisibles. Porque sí, son todos
buenos. A pesar de los malos momentos que hemos podido vivir, mi recuerdo de ti
siempre es bueno. Por esa lealtad absoluta que me has demostrado en cada
ocasión. Por tu apoyo incondicional, tu confianza, tu respeto, ese que sigues
mostrándome cada día, tu oído atento, tu capacidad de escucharme sin juzgarme,
pero siempre sincera a la hora de decirme lo que piensas. Nunca, en 20 años,
nos hemos enfadado. A pesar de haber estado en desacuerdo, no hemos llegado
siquiera a discutir. Porque la amistad es eso, al fin y al cabo. Conocer a la
otra persona a la perfección, lo bueno y lo malo, y a pesar de todo, seguir al
pie del cañón, contra viento y marea. Usar palabras ciertas sin hacer daño. O
que no haga falta ni usar las palabras. Partir piernas por ti. Y sobre todo,
intercambiar libros y pelis.
Al fin y al cabo, los pingüinos
eligen a su compañero para toda la vida.
Gracias por estos 20 años. Que
sean muchos más (y lo serán)
Feliz cuarto de siglo pingüina
mía.
(Nótese que me he abstenido de poner fotos anteriores a interrail para preservar nuestra dignidad)