Qué extraño resultaba volver a estar en casa, en esa siniestra
familiaridad de la que ya no se sentía parte. La misma luz mortecina de siempre
se colaba entre las cortinas de su habitación. Pero su habitación era media.
Paul no había vuelto del Somme. Su cama pedía a gritos vacíos el regreso de su
dueño, mientras él con su pierna herida miraba las arrugas en la colcha de su
hermano, intactas, como si nunca se hubiera marchado a Francia. Como si hubiera
hecho la cama a toda prisa esa misma mañana y fuera a volver a cenar. Sólo el
polvo delataba que los días se convirtieron en meses, y los meses en años.
No soportaba oír a su madre sollozar. Paulie estaba muerto,
pero tal vez se había llevado la mejor parte, después de todo. William tenía que
abrir los ojos cada mañana, sentir su ausencia, y obligarse a respirar, a pesar
de la opresión que sentía en el pecho, ese dolor mudo y persistente que le
golpeaba como un martillo cada vez que pensaba que tenía que seguir adelante.
Héroes de guerra, los llamaban. Uno de los Collins caído, el
otro tullido. Qué tontos habían sido. Todos los sueños de gloria de sus tiernos
veintipocos fueron sustituidos por las pesadillas de ojos vacíos, el olor a
gas, el sonido de los disparos, los gritos, la sangre. Su hermano, amigos con
los que había crecido en las calles, el chico poco espabilado del carnicero.
Todos idos. Y él sobrevivió a la batalla del Somme, aunque para volver a casa,
si es que ahora puede llamarlo así, sin poder caminar. Con la baja y el título
de héroe que en poco tiempo todos habrán olvidado.
Mamá llora a Paulie y papá mantiene los ojos vidriosos posados
en la calle, como si esperase un milagro. Como si fuese a aparecer caminando
bajo la lluvia, chapoteando en los charcos. También lee el periódico. “Los
americanos han entrado en la Guerra. Ahora van a cambiar las tornas”. Como si
fuese a suceder otra cosa que más matanzas.
Cuando quería no escuchar la metralla en su cabeza, pensaba
en ella. Elise. La joven voluntaria francesa. Esa niña crecida a base de horror
que le sacó las balas de la carne. La que le acunó al llorar por la muerte de
su hermano. Alguien tan joven no debería estar expuesto a semejantes
atrocidades. Pero todo eran jóvenes, y ella parecía más fuerte y sólida que
cualquiera de ellos. Apenas habían hablado, él no sabía francés, y ella apenas unas
frases en inglés, pero podía entender su dolor. Podía entenderlo como nadie de
su entorno lo entendía ahora.
Había sido difícil volver y decirle a Lucy que ya no se
casaría con ella. No era sólo porque pensara en Elise. ¿Cómo podría vivir con
Lucy, alguien tan ajeno al sufrimiento? Sólo conseguiría hacerla desgraciada.
Estaba sólo aquí en Londres. Cada uno llevaba su carga propia, como podían. Mamá
lloraba, papá esperaba, y él soñaba con volver a Francia y encontrar a esa
joven de piel nívea y manos que curaban.