jueves, 26 de mayo de 2011

Reflexión de una acampada.

¿Por qué estás aquí? ¿Para qué? He oído estas preguntas hasta la saciedad, y aun así me parece que no hay consenso en la respuesta, ni si quiera cierta aproximación. Cada uno puede responder a título individual, pero hay tanta diversidad de opiniones que, para variar, no nos ponemos de acuerdo. Unos secundan unas cosas. Otros, otras. En la variedad está el gusto, pero también el cansancio de intentar coincidir. La búsqueda de algo que de verdad nos una. Y hay algo. No nos gusta lo que hay. Pero parece no ser suficiente. Porque la gente quiere propuestas. Nos animan a seguir, pero quieren que les demos las soluciones que lo políticos no han sabido darles. Si no hay propuestas, se acaba el apoyo. Porque la ilusión se desgasta. Porque propuestas hay muchísimas, pero que se aprueben en la asamblea, ninguna. Porque siempre hay alguien que discrepa. Y hay mucha gente de desprecia el sistema de mayorías. O de minorías. O cualquier sistema, ya puestos. Y esto produce frustración, enfado, roce, y sobre todo, agotamiento. Soy del comité de apoyo emocional, y a veces me cuestiono mi capacidad de estar en dicho comité, porque yo misma cambio de estado de ánimo 30 veces al día. Pero cuando estoy en el punto más bajo, siempre hay algo que me ayuda a seguir. A no abandonar. La esperanza es lo último que se pierde, y yo me agarro a la mía con uñas y dientes.

¿Por qué estoy yo aquí? ¿Para qué? Porque soy una idealista, y quiero cambiar el mundo. Sí, soy joven. Tengo 21 años. Pero si no puedo soñar ahora ¿Cuándo voy a hacerlo? El 15 de mayo pasó lo que pasó. El 16 siguió pasando. Y por la noche, empezaban a surgir acampadas en otras ciudades de España además de en Madrid. Veo en twitter que se convoca una acampada para Zaragoza. Algo se está moviendo. Lo empiezan a llamar “Spanish Revolution”. Se lo digo a mis amigos. Quiero participar en eso. Sea lo que sea, quiero estar ahí. Ellos también. Así que el martes 17 a las 12, salimos de la universidad y acudimos a la plaza del Pilar. Allí hay unas 20 o 30 personas. Algunas que se van, otras que vuelven. Todos vamos a ver de qué va eso. Hay muy buen rollo. Todos queremos hacer algo, ser útiles. Empezamos a movilizarnos. A media tarde traen dos carpas pequeñas. Nos pegamos un buen rato haciendo pancartas. Por la noche ya somos más de 50. Hacemos la primera asamblea. No tenemos micro, ni altavoz. Nos cedemos la palabra pasándonos una esterilla. Ese día me voy a dormir con una sensación maravillosa. Todo el mundo habla, todo el mundo se respeta. Nos hemos reunido espontáneamente, y todo ha salido bien. Formo parte de algo, de algo grande, de algo importante. He dicho una cosa, y todo el mundo me ha aplaudido.

Conforme viene más gente se va haciendo más difícil. Porque hay aún más opiniones. Y parece que mucha de la gente que va llegando tiene ideas que difieren bastante de lo que queríamos en esa primera asamblea. O a lo mejor es que no lo teníamos muy claro, y conforme se han ido viendo más ideas, lo único que hemos ido aclarando es lo que no queremos.

El campamento ha crecido hasta límites que aquellos que estábamos la primera noche no podríamos haber imaginado. Estamos perfectamente organizados. Somos una micro-ciudad hiper-eficiente. Pero en mi opinión, tiene fecha de caducidad. No sé cuál. Pero la tiene. Porque ¿ahora qué? El campamento era un medio para conseguir una meta mayor, pero esa meta se ha vuelto invisible, o muy lejana, porque ya no hay acuerdo respecto a cuál es, y el campamento la ha sustituido como fin.

Me encanta el campamento. Es como una isla en el tiempo y el espacio en la que he conocido a un montón de gente que en otras circunstancias no habría conocido, y la que ya quiero. He hablado mucho, he pensado mucho, y mi mente se ha expandido un poco más. Y tal valiosa experiencia, me ha hecho pensar, a pesar de los momentos de desesperación profunda, que tal vez la meta no era otra más que conocernos, encontrarnos, escucharnos, y aprender a comprendernos un poco mejor.

Y ahora sí que puedo responder abiertamente a esa pregunta. ¿Por qué estoy aquí?

Porque estoy cansada de la España pasiva, dormida, que no se inmuta ante nada, que permanece desunida e incomunicada. Que padece cada injusticia sentada en el sofá, lamentándose y auto compadeciéndose, sin hacer nada por cambiar. Pero algo ha cambiado. Hemos despertado, hemos reaccionado por fin, después de tan largo letargo. Somos pocos, pero somos más que antes, y hemos conseguido que la gente se pregunte cosas, se cuestione cosas, se informe, sienta curiosidad, salga de sus casas y acuda a un foro ciudadano en el que dejarse oír.

Tal vez no debamos hacer propuestas sobre temas políticos, o económicos. Al fin y al cabo, somos muy poquitos, y no representamos a la mayor parte de la población. A lo mejor simplemente tenemos que seguir despertando a diferentes personas, a su capacidad de juicio y su sentido crítico. No somos quienes para tomar decisiones. No somos los que más sabemos. Pero si los más activos, creativos e imaginativos. Nosotros tenemos la mente despierta. Y yo quiero despertar más mentes. Quiero menos borregos y más personas.

A lo mejor, e irónicamente, nuestro cometido sea invitar a la reflexión.

lunes, 16 de mayo de 2011

De autobuses y cosas espontáneas.

(La palabra espontaneidad no me gusta, será por ese diptongo forzado, es difícil de pronunciar.)

Hoy estaba sentada en el autobús junto a un señor orondo. Un señor de estos que ocupa su asiento, y mitad del tuyo, y entre su considerable volumen y tu cadera ancha se produce una lucha de átomos por ocupar un mismo espacio que no podía acabar bien. Y ahí estábamos él y yo, yo y él, tratando de acomodarnos en la incomodidad, con un calor pegajoso de tormenta, y un intento de brisa que entraba por la microscópica ventanilla del autobús. Y es que los autobuses tendrían que ser más anchos, digo yo, porque son en cierto modo discriminatorios. Sólo hay dos asientos grandes, para gente grande, en todo el autobús. Y encima son los mismos que los reservados a ancianos o embarazadas, o madres con bebés. Que luego encima, esos asientos no los cede ni Dios. Y ves a una quinceañera flacucha sentada en el asiento que le correspondería al señor orondo, y ni estando tan espatarrada como está ocupa un tercio del asiento. Y mientras, él y yo apretujados. Que ha habido un momento en el que he temido por mi vida, porque hemos cogido una curva al puro estilo Fitipaldi, y el señor se ha balanceado peligrosamente sobre mí. Como cuando te montas en el saltamontes, y el que te cae encima pesa más que tú. Y encima el pobre intenta evitar que todo su peso te escachufle (escachuflar es una hermosa palabra, pero Word no me la admite y me la subraya en rojo. Odio cuando Word se cree que sabe más que yo) agarrándose con todas sus fuerzas al otro extremo del vagón/asiento/como quiera que se llame la cosa del saltamontes. Y el señor ha hecho más o menos lo mismo. Y yo he dado gracias al señor que diseñó el autobús de Tuzsa, porque al menos puso asidores al alcance.
Pero bueno, que yo no quería hablar de los autobuses, que es un tema que da para mucho, y está muy presente en mi vida, pero no.
El caso, que nos hemos parado en un semáforo, y al señor orondo le ha dado por mirar por la ventana. ¿Y qué ha encontrado? Pues a un señor en chándal haciéndole señas como un poseso desde la acera de enfrente. Se han saludado. Se han sonreído. Y de pronto, al señor orondo le ha dado un ataque de espontaneidad. Se ha bajado del asiento (sin preocuparse esta vez por mi integridad física), ha corrido hacia la salida y vociferado: “¡Abra la puerta!” en un intento desesperado de encontrarse con su amigo, que miraba desde la otra acera, sin moverse, esperando a que el señor orondo llegase hasta él, para abrazarse, darse la mano, o unas palmaditas en la espalda, como viejos amigos que hace mucho que no se ven, preguntarse ¿Qué tal? ¿Y la familia? Y a lo mejor hasta irse a tomar una caña, para contarse batallitas. Eso es lo que me imagino que habría sucedido, porque al conductor no le ha dado la gana de abrir la puerta.
Sea como sea, ese acto de espontaneidad del señor orondo me ha sacado una sonrisa. Se ven muy pocos gestos de afecto como esos cada día. No dudo que la gente se quiera. Pero emocionarse tanto por ver una cara amiga… a lo mejor es que estamos demasiado ocupados en nuestro propio universo. Con los cascos, mirando por la ventana para evitar la mirada de las personas con las que nos cruzamos. ¿Qué ha sido del hombre como animal social? Parece que ahora, si no conocemos a los demás, no guste aislarnos. Los gestos de afecto son cada vez más escasos.
Con lo fácil que es regalar una sonrisa, que a su vez inspire otras.
En este mundo hacen falta menos metralletas, y más abrazos.