jueves, 3 de septiembre de 2009

Delirios nocturnos.

Me muero por divertirte, y seguir siendo capaz de sorprenderte.

Se me cae el alma a cachos y no tengo dónde plasmarla si no es en este papel en blanco.

Se me escapa porque está hinchada, pletórica, y no cabe en el pequeño y humilde envoltorio que es mi cuerpo.
Necesito expresar tantas cosas, y son tan pocos aquellos que están dispuestos a escuchar, que nuevamente recurro a un boli para que sea mi voz. Y que lo lea quien quiera.
No quiero abrumar con mi felicidad a aquellos con quienes ya comparto gran parte. Si insistiera, sería recochineo. Recochineo puro y duro.

Hay tantas palabras hermosa que pujan por escapar de la cárcel de mi mente que temo dejarlas libres y ver cómo desfilan ante mis ojos como la mayor cursilada que he escrito nunca.
Cursi, yo.
Debería visitar al médico con urgencia. Esta misma noche, a no más tardar, antes de que suceda la catástrofe y mi intachable historial de chica dura quede manchado para siempre.
Si esto sucediera, siempre puedo escudarme en que no es ñoñería, sino romanticismo.
¡Qué narices!
¿No dicen que los enamorados somos tontos? Pues en tal caso haré gala de rematada estupidez, que no seré yo quien deje mal al refranero universal.

Aquí viene, como un alud. Adiós, reputación. Fue bonito mientras duró.

¿Cómo describir los días felices? El sol luce igual, pero no es igual. Los minutos, los segundos, se tornan en siglos o efímeros instantes según la falta o permanencia de su presencia. Nada cambia a mi alrededor, pero nada es igual.
Mato el tiempo ya muerto con la memoria de sus besos, sus caricias, su risa, su mirada, sus palabras, de cada momento, intímo o amistoso, que compartimos, y cuando estos tienen lugar, los atesoro como Alí Babá atesoraría su cueva del tesoro, para sobrevivir al tedio de los años luz que me separan de un nuevo encuentro.

Mis pensamientos vuelan distraídos fuera de los límites de mi consciencia, y se posan levemente en él.
Mi cerebro me traiciona y encuentra el atisvo de algún recuerdo que me haga sentir menos ridícula ante mi evidente vulerabilidad.

Qué tristeza de persona. Quién me ha visto, y quién me ve.
Antaño defensora empedernida de la libertad y la independencia por encima de todas las cosas, y ahora una boba más que deshoja margaritas y suspira al revivir momentos "pastel". (Margaritas no deshojo, que no tengo, pero puedo crear la imagen mental de mi mísma haciéndo la susodicha acción, cuando antes hubiera resultado impensable)

Ay, me doy pena a mí misma. ¡Maldito Cupido! Te podrías haber metido la flecha por donde no te da el sol (En realidad a tí sí que te da, ya que vas enseñando tus vergüenzas impúdicamente). Así que dejémoslo en que te la podrías haber metido por el comunmente denominado "ojete".

Me siento como una habilidosa equilibrista bailando sobre la cuerda floja. Segura de mí misma, pero consciente de que existe el riesgo de caer.
Y si caigo... ay, si caigo... menuda leche me voy a meter.

De todas maneras, siempre he sido amante del riesgo. No lo puedo resistir, es un tipo demasiado atractivo, este Riesgo. Da muchos golpes, pero cuando se gana... cúan grande es la recompensa.
Al fin y al cabo, el fuego puede jugar con fuego sin salir chamuscado. ¿No?
Sí.

Así que seguiré dejándome llevar por el romanticismo, pensando en música, rosas, el brillo de la Luna, y besos robados.
Me permitiré a mí misma ser una tonta enamorada, porque en fin, nunca había sonreído tanto como desde que me dejo arrastrar por la loca estupidez.

Debería dejar de escribir a estas horas. Deliro.

Buenas noches.

martes, 1 de septiembre de 2009

El viejo violinista

Era muy anciano, sus ojos, blanquecinos y casi ciegos debido a las cataratas, eran dos puntos brillantes en medio de aquel rostro envejecido, surcado de arrugas, que daba la sensación de estar tallado en madera.
No recuerdo exactamente en que momento de mi vida apareció, porque desde que tengo memoria, siempre estuvo allí, en la esquina de mi calle, como una estatua, ya hiciese frío o calor, lloviese, nevase o hiciese un sol esplendido.
Mi hermano y yo estábamos tan acostumbrados a pasar a su lado que nuestra vista apenas reparaba en él, y sin embargo nuestros oídos… nuestros oídos siempre estaban atentos a escucharle, al tiempo que nuestras voces quedaban mudas y nuestras bocas inevitablemente abiertas.
Aquel sonido deleitante, hipnotizador, que nos embelesaba y nos hacía detenernos un instante en medio de la calle, camino del colegio o de vuelta a casa.
Supongo que los niños son capaces de percibir las verdaderas maravillas del mundo. La belleza está en lo simple, en lo obvio, en lo natural, ese es el concepto que aprendí en mi más tierna infancia. Conforme crecemos, las preocupaciones del día a día no nos dejan disfrutar del milagro de la vida.
Mi hermano, que por aquel entonces contaba con ocho años y tenía la curiosidad y las inquietudes de un niño inteligente y despierto, me cogió un día de la mano y me condujo hacia el viejo del violín.

- Señor – comenzó mirándole atentamente, como si cada palabra que el hombre dijese pudiera ser absorbida - ¿Por qué toca usted el violín?

Recuerdo que el viejo levantó la mirada y trató de enfocarla hacia nosotros, aunque supongo que solo veía dos manchas no muy altas frente a él. Reconozco que la primera vez que reparé en sus ojos ciegos me asusté.

- Toco el violín, pequeño, porque es lo único que no me han podido arrebatar – respondió con una sonrisa cariñosa
- Pero – insistió mi hermano, tozudo – ¿No tiene trabajo? ¿Sólo toca el violín?
- Hablas del violín como si saber tocarlo fuera un pasatiempo, y te diré, que sin embargo, comprobar que estas viejas manos son capaces todavía de arrancarle música a mi compañero es mejor pago que todo el dinero del mundo.

Mi hermano se quedó sorprendido con aquella respuesta, y la estuvo meditando durante días, aunque no fue hasta años más tarde cuando comprendió la respuesta.
A partir de aquel día, todas las tardes al volver del colegio, nos parábamos para hablar con el viejo del violín, al que nunca le preguntamos su nombre, y él, cuando había saciado nuestra curiosidad, tocaba algo para nosotros.
No teníamos dinero con el que pagarle, pero aquello no le importaba. Parecía que el hecho de conseguir que sonriésemos era suficiente pare hacerle feliz.

Una mañana, al salir de casa, el viejo no estaba.
Mi hermano me tranquilizó diciéndome que seguramente habría ido al médico por un catarro, al fin y al cabo era Noviembre y el frío comenzaba a arreciar.
Sin embargo, por la tarde tampoco estaba. No estuvo ni a la mañana siguiente ni por la tarde. En realidad, no volvimos a verle nunca más.
Mi hermano cogió a escondidas el periódico de mi padre y buscó en las esquelas, pero de pronto se dio cuenta de que no sabía el nombre del viejo.
Yo entonces no entendía muy bien que era la muerte, así que me limitaba a observarle en sus intentos de encontrarle.
La mañana de Navidad, cuando pasábamos con nuestros padres por la esquina en la que solía encontrarse, una mujer se acercó a nosotros, para sorpresa de nuestros padres.

- ¿Sois Daniel y Clara? – preguntó, con una sonrisa bondadosa, ignorando la cara de asombro de nuestros padres. Nosotros asentimos – Tengo algo para vosotros.

Sacó algo de una maltrecha bolsa de deporte, y lo depositó en manos de mi hermano. Era el violín del viejo, con sus raspones y su madera gastada, pero allí estaba.

- Feliz Navidad – nos deseó, al tiempo que se daba la vuelta y se perdía entre la gente.

Mi hermano lo miraba entre extasiado y entristecido. Lo acarició suavemente con los dedos, como si fuese un viejo amigo perdido, y a continuación se echó a llorar.
Creo que fue la primera vez que vi a mi hermano llorar por un dolor que nada tenía que ver con lo físico.

Uganda.

Primero sonó aquella detonación atronadora.
Después sólo se oyó el silencio.
Lo vi a cámara lenta, como en una película antigua, en blanco y negro.
Lo único que fui capaz de hacer, más por acto reflejo que de manera consciente, fue extender los brazos en un inútil esfuerzo de parar su caída.
Se me hizo un nudo en la garganta, y el único sonido que conseguí proferir fue un gemido roto en la oscuridad de la noche cuando la sangre empezó a manchar mi falda blanca.
Me miró con aquellos ojos azules y sinceros que hacían que me estremeciera cada vez que posaba su mirada en mí. Aquellos ojos que me dejaban sin palabras, que me hacían suspirar cada noche antes de quedarme dormida, solo que en aquel momento su vista estaba desenfocada.
Cómo si de una corriente eléctrica se tratase, mis sentidos se pusieron en alerta y empecé a gritar pidiendo ayuda.
El resto son sólo recuerdos vagos escritos de pasada en mi maltratada memoria
Ahora estoy sentada con la mirada perdida en una pared de blanco artificial. Todo huele a cerrado y a desinfectante. Nunca me ha gustado el olor de los hospitales, es demasiado… impersonal.
Él sigue respirando, ayudado por un montón de tubos cuya utilidad desconozco, esperando a que los médicos decidan si es conveniente desconectarle de la máquina que lo mantiene vivo, o esperar un poco más. Probablemente para ellos sea más una cuestión de espacio que de otra cosa. Si necesitan esa cama urgentemente, sus posibilidades serán escasas.
Me vuelvo hacia él. Su rostro de ángel está completamente en paz, ajeno a todas esas cavilaciones del mundo exterior al coma.
Puede que para los doctores sólo sea una cama, pero para mí… ¿Qué es para mí? No se explicarlo, ¿Se puede explicar la inmensidad del cielo o la furia de una tormenta? Él no es mi vida, es la razón de mi existencia.
Siento cómo unas lágrimas traicioneras pujan por escabullirse entre mis pestañas y lucho contra ellas. Ya habrá tiempo para lágrimas, ahora he de ser fuerte. Fuerte por él, porque se que en algún rincón de su alejada conciencia puede oírme.
Cierro los ojos, y, con la cabeza apoyada en su hombro, me abandono al cansancio y me dejo rodear por los brazos de Morfeo.

- ¿Qué has venido a hacer aquí? – preguntó una voz a mis espaldas.

Me giré y vi a mis espaldas a un joven no mucho mayor que yo con una sonrisa no muy prometedora. Suspiré. Había oído aquella pregunta como una treintena de veces desde que había aterrizado en Uganda. ¿Tanto les costaba entender a todos que yo quería renunciar a mi vida de privilegiada para ayudar a los demás?

- Lo mismo que tú, supongo – espeté – Ayudar. ¿O te crees que he venido aquí de vacaciones?
- No encajas, más te valdría coger tus maletas de niña rica y volverte por dónde has venido antes de que rompas una uña – gruñó

Aquello fue demasiado para mí. Nunca había sido una niña rica. De hecho, en el mundo occidental probablemente sería más pobre que él. Quise soltarle alguna respuesta mordaz, pero entonces miré sus ojos, que aunque se mostraban acusadores, escondían algo más; miedo.
Decidí que era mejor no crearme enemigos en mi primer día allí.

- Me da igual encajar o no encajar, a mis maletas de niña rica les ha gustado este lugar, así que nos vamos a quedar – hice una pausa – Y no te preocupes por mis uñas. Me las muerdo – levanté mi mano derecha para demostrárselo. Resopló y se dio media vuelta.

Los días pasaban y parecía que mi relación con él no mejoraba, a diferencia de la que tenía con el resto de voluntarios y habitantes de la aldea.
Empecé a trabajar como profesora, enseñando a los niños (pequeños y no pequeños) las letras. Sentía que había encontrado todo lo que siempre había buscado. Ver una sonrisa en aquellos desnutridos rostros infantiles era pago más valioso que todo el dinero del mundo. Era feliz. Y sin embargo, todavía me faltaba algo.

Él se mofaba de mi los primeros días, cuando, por culpa del cambio de aguas, me pasaba gran parte del día “patas abajo”. Sin embargo no me quejé ni una sola vez. Si él lo había aguantado, yo también lo haría.

Empezó entre nosotros una extraña rivalidad para ver quien tenía más méritos.

- ¿Sabes? – me sorprendió oír su voz sin asomo de malicia – Al fin y al cabo, no estás tan fuera de lugar aquí, creo que tus maletas tenían razón…
- ¿Y a qué se debe tu cambio de opinión? – pregunté, perspicaz
- A que el jefe le ha recordado sutilmente qué estuvo lloriqueando una semana mientras le duraron las diarreas, y tú, a pesar de que ya llevas un mes aquí, no te has quejado ni de la diarrea, ni de las moscas, ni del olor, ni de ningún tipo de incomodidad -. Rió uno de nuestros compañeros. Él se puso rojo.
- ¿Damos un paseo? – le ofrecí una tregua que aceptó agradecido.

Paseamos un rato en silencio por las calles arenosas y malolientes de la aldea, aunque, curiosamente, bañada por la luz de la luna, tenía un aspecto mucho más… ¿Mágico?

- ¿Por qué decidiste venir aquí? – pregunté al final. Se tomó su tiempo antes de responder
- Quería escapar. Quería dejarlo todo atrás, aunque supongo que eso no es posible, quería empezar de cero, darle un sentido a mi vida, más allá de las banalidades que me rodeaban en Londres… me sentía como en una…
- Cárcel – susurré a la vez que él.

Nos miramos intensamente durante un largo rato. No hacían falta más palabras. Supe que él compartía mis pensamientos y sentimientos, que odiaba verse atrapado en la rutina, que le gustaría cambiar el mundo. Pero que, a pesar de haber encontrado un sucedáneo de felicidad completa dedicándose a ayudar como voluntario, todavía le faltaba algo. A ambos nos faltaba algo. En realidad, lo mismo. Yo desvié la mirada la primera.

A partir de aquella noche, todo cambió. Nos convertimos en los mejores amigos, en inseparables, algo que nadie había previsto viendo nuestra primera relación. Lo sabíamos todo del otro sin necesidad de palabras. Teníamos esa complicidad única y especial que los demás no entendían. Y sin ser realmente consciente de ello, aquella parte vacía dentro de mí, dejó de estarlo. Me había enamorado.

Pero, cuando parecía que había alcanzado la felicidad absoluta, se desencadenó todo. Era demasiado perfecto para durar mucho.
La guerrilla comenzó como empiezan todas; con odio, venganza, y algo de política y economía por detrás.
A nosotros nos pillaron por sorpresa. Nadie avisó.
Eran brutales, asesinos, violadores, cegados por la ira y la violencia, pero sobre todo, jóvenes que no habían conocido ningún sentimiento positivo, y que sólo les habían enseñado a matar desde que eran unos críos.
Pensé en mis alumnos, en aquellos niños de sonrisa inocente, y me negué a que corrieran el mismo destino. Me hice cargo de la situación, y ayudada por mis compañeros y los hombres de la aldea que estaban todavía en condiciones, planeamos la evacuación.
Aprovechamos la noche, mientras nuestros invasores se emborrachaban en su campamento, y empezamos a sacar a las mujeres y a los niños de la escuela, mi escuela, dónde habían permanecido escondidos. A los heridos los trasladaban en la camioneta que normalmente transportaba alimento.
Me sentí frustrada. Sería imposible sacar a todos en una sola noche, y dudaba que consiguieran llegar a la aldea vecina. Odiaba aquella sensación de impotencia y de injusticia. Me eché a llorar rogando que alguien nos ayudara.

- ¿Elena? – me sobresalté, no le había oído llegar. Me miró y yo no traté de ocultar las lágrimas. – Me rodeó con sus fuertes brazos y yo me acurruqué en su pecho, dando rienda suelta a mi agonía. Me besó el pelo y me frotó la espalda – Todo saldrá bien, estoy aquí, contigo, todos van a estar a salvo, ya lo verás.
- ¿Cómo lo sabes? - conseguí preguntar, mientras me sorbía la nariz.
- Porque tú estás aquí. Eres una luz capaz de alumbrar la máxima oscuridad. – Volví a sollozar, enfadada conmigo misma por no poder controlarme. – De todas maneras – me apartó y me miró serio – Sería mejor si te marchases tú también.
- ¿Qué? – Me aparté de él, rabiosa
- Es peligroso, pueden hacerte daño.
- Y a ti también – repliqué con ferocidad – y a todos, me necesitan, no me voy a marchar… mi vida vale tanto como cualquiera de las de los demás.
- No, no para mí. – Su voz sonaba ronca. Levanté la mirada y le miré a los ojos sorprendida de que él también fuera incapaz de reprimir las emociones. – Si te pasara algo malo, yo… no podría seguir viviendo. Antes de encontrarte, vivía sumido en las sombras creyéndome capaz de ver a través de ellas. Antes de que la luz llegara a mi vida. Antes de encontrarte, mi vida estaba vacía, y gracias a ti, ahora tengo una razón para continuar viviendo. Te quiero.

Me besó, y yo le correspondí. Y nos dejamos llevar por la urgencia, por la pasión y por el miedo de que aquella fuera nuestra última oportunidad de estar juntos. Nos olvidamos de la desesperación y el dolor y nos concentramos en nosotros, sólo en nosotros por una vez. Y así nos descubrió el amanecer.
Pero los primeros rayos de sol también trajeron algo más; los gritos. Volvimos a la cruda realidad.
Salimos corriendo a la calle y vimos el motivo de aquellos chillidos de terror; uno de los asesinos apuntaba con un revolver la sien del marido de una mujer, e intentaba obligar a ésta a matar a otro hombre, ya que ella tenía una pistola en la mano, y le apuntaba temblorosa. Ella lloraba, y aquella sanguijuela se reía divertida de su propia crueldad. Grité y me lancé como loca contra el agresor, que cayó bajo mi peso, cogido por sorpresa. La mujer soltó el arma y se abrazó a su marido, mientras el otro hombre huía rápidamente. Forcejeé con mi víctima, pero él era mucho más fuerte que yo y pronto me redujo.

- Maldita blanca – gruñó – Te voy a enseñar a no entrometerte

Me dio un golpe y me quedé aturdida, pero algo quitó su peso de encima de mí.

- Estate quieto, es blanca, no puedes hacerle daño a ella, o nos meteremos en líos – exclamó una voz autoritaria en alguna parte. Me arrastré hasta la pared de una casa y traté de ponerme de pie.
- No se enterarán, y además, ¿Quién le manda entrometerse? Le daré lo que se merece. – El otro pareció meditar, y finalmente asintió. – Lo siento blanquita, - me dijo, divertido – tenía otros planes para ti, pero ya ves que tenemos prisa. Alégrate, será más rápido.

Se agachó y cogió el revólver que yo le había arrebatado en mi intento de salvar la vida de aquellas tres personas. Al menos, y extrañadamente me sentí aliviada, iba a tener una forma heroica de morir.
Alzó el arma y me apuntó, tomándoselo con calma, quizás esperando a que yo llorase o cerrase a los ojos. Pero no lo hice, lo miré con desprecio y asco.
Y encones disparó. No lo había visto llegar, y ellos tampoco. Y sin embargo, allí estaba mi ángel de la guarda, interponiéndose entre mi sentencia de muerte y yo.

Alguien me estaba moviendo para que me despertase.

- Señorita, - reconocí la voz del doctor – Señorita, hemos decidido acabar ya. No hay nada más que podamos hacer por él… Si quiere despedirse, le dejaremos intimidad.

El doctor se dio media vuelta y me dejó a solas con él. Le miré y acaricié su rostro.

- Te quiero – le susurré al oído – Te querré siempre. Espérame por favor. No vayas a dónde no pueda seguirte…

Le di un suave beso, sintiendo como una silenciosa lágrima resbalaba por mi mejilla y caía en sus labios.
Me di la vuelta para marcharme.
Pero en aquel momento algo rozó el dorso de mi mano.
Me di la vuelta incrédula, y allí estaban aquellos ojos azules que tan bien conocía, y una débil sonrisa comenzaba a dibujarse en las comisuras de sus labios.

- Elena – susurró – gracias por hacerme volver.

Desenfreno.

Gritos, saltos, movimientos desenfrenados al compás de una música que ni siquiera entendemos, ni nos importa. No llega, nos toca, nos hace vibrar. Las letras hablan de sentimientos confusos, palabras desordenadas, rebeldía contra todo lo establecido.
Somos como lobos; acechamos a nuestra presa, amamos la noche y le contamos nuestros pesares a la luna.
El volumen aumenta, la música llega al clímax, y nosotros con ella. No importa la hora ni el lugar. El instante es perfecto.
Somos salvajes, desinhibidos, la noche es nuestra. ¿Qué importa lo que piensen? No me hace falta el alcohol para actuar por instinto.
Nos acercamos, tanteamos, en busca de un recodo o un abismo por el que poder penetrar en las defensas opuestas.
Te miro, me miras, nuestras miradas se cruzan, y los muros se quiebran.
Me acerco, te acercas, el aire se electrifica, la distancia merma.
Sonrisas cómplices, miradas pícaras, un roce disimulado que incita.
El roce que se transforma en caricia, que ya no tiene nada de disimulada, que refleja el anhelo incontenible de dos cuerpos a oscuras.
Un beso, inocente al principio, finalmente desesperado.
Una pierna entre dos piernas, una mano en la cintura, el pelo alborotado.
La respiración se acelera, jadeante, galopante, al ritmo de los latidos de nuestros corazones, aunque el ritmo ya se ha unificado.
¿Cómo acabaremos la noche? Aullando juntos a la luna.

Reverencia

Es pasmosa la facilidad con la que la retaguardia de la muralla del orgullo cae ante palabras inteligentes, para dejarle paso a la admiración.
Es curioso como desearías con toda tu alma poder charlar largo y tendido con personas con las que todavía no has intercambiado ni una miserable palabra, y cuya presencia anhelas como se ansía el agua en el desierto.
Pero has leído. Has leído sus palabras, que son aún más elegantes y fluidas que las tuyas, que se cuelan en tu conciencia y te la endulzan como la miel endulza el paladar, dejando ese regusto insatisfecho que te pide más y más.
No son famosos, ni salen en lo libros, son simples mortales de a pie, como tú. Pero tienen ese don que tanto admiras, y por el que suspiras segundo tras segundo.
Pero ¿Cómo acercarte a ellos?
Oh, dear.
¿Qué imagen ofrecer de una misma cuando sabes que ellos te superan con creces en todo aquello en lo que tú te creías sobresaliente?
Sabes cual les cautivaría. Una femme fatale escondida tras la cortina de humo de un cigarrillo recién extinguido, de sonrisa misteriosa y un mundo en la mirada.
Craso error. Ni siquiera fumo.
¿Qué soy yo, ya que no estoy dispuesta a ofrecer una ilusión cambiante de mi misma? Una joven mediocre, de aspecto mediocre, y talento mediocre.
Mediocre. Cómo odio esa palabra.
Es en estas ocasiones, cuando al fin me siento superada por alguien con creces, cuando me doy cuenta del largo camino que me queda por recorrer.