martes, 1 de septiembre de 2009

Desenfreno.

Gritos, saltos, movimientos desenfrenados al compás de una música que ni siquiera entendemos, ni nos importa. No llega, nos toca, nos hace vibrar. Las letras hablan de sentimientos confusos, palabras desordenadas, rebeldía contra todo lo establecido.
Somos como lobos; acechamos a nuestra presa, amamos la noche y le contamos nuestros pesares a la luna.
El volumen aumenta, la música llega al clímax, y nosotros con ella. No importa la hora ni el lugar. El instante es perfecto.
Somos salvajes, desinhibidos, la noche es nuestra. ¿Qué importa lo que piensen? No me hace falta el alcohol para actuar por instinto.
Nos acercamos, tanteamos, en busca de un recodo o un abismo por el que poder penetrar en las defensas opuestas.
Te miro, me miras, nuestras miradas se cruzan, y los muros se quiebran.
Me acerco, te acercas, el aire se electrifica, la distancia merma.
Sonrisas cómplices, miradas pícaras, un roce disimulado que incita.
El roce que se transforma en caricia, que ya no tiene nada de disimulada, que refleja el anhelo incontenible de dos cuerpos a oscuras.
Un beso, inocente al principio, finalmente desesperado.
Una pierna entre dos piernas, una mano en la cintura, el pelo alborotado.
La respiración se acelera, jadeante, galopante, al ritmo de los latidos de nuestros corazones, aunque el ritmo ya se ha unificado.
¿Cómo acabaremos la noche? Aullando juntos a la luna.

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