martes, 1 de septiembre de 2009

Uganda.

Primero sonó aquella detonación atronadora.
Después sólo se oyó el silencio.
Lo vi a cámara lenta, como en una película antigua, en blanco y negro.
Lo único que fui capaz de hacer, más por acto reflejo que de manera consciente, fue extender los brazos en un inútil esfuerzo de parar su caída.
Se me hizo un nudo en la garganta, y el único sonido que conseguí proferir fue un gemido roto en la oscuridad de la noche cuando la sangre empezó a manchar mi falda blanca.
Me miró con aquellos ojos azules y sinceros que hacían que me estremeciera cada vez que posaba su mirada en mí. Aquellos ojos que me dejaban sin palabras, que me hacían suspirar cada noche antes de quedarme dormida, solo que en aquel momento su vista estaba desenfocada.
Cómo si de una corriente eléctrica se tratase, mis sentidos se pusieron en alerta y empecé a gritar pidiendo ayuda.
El resto son sólo recuerdos vagos escritos de pasada en mi maltratada memoria
Ahora estoy sentada con la mirada perdida en una pared de blanco artificial. Todo huele a cerrado y a desinfectante. Nunca me ha gustado el olor de los hospitales, es demasiado… impersonal.
Él sigue respirando, ayudado por un montón de tubos cuya utilidad desconozco, esperando a que los médicos decidan si es conveniente desconectarle de la máquina que lo mantiene vivo, o esperar un poco más. Probablemente para ellos sea más una cuestión de espacio que de otra cosa. Si necesitan esa cama urgentemente, sus posibilidades serán escasas.
Me vuelvo hacia él. Su rostro de ángel está completamente en paz, ajeno a todas esas cavilaciones del mundo exterior al coma.
Puede que para los doctores sólo sea una cama, pero para mí… ¿Qué es para mí? No se explicarlo, ¿Se puede explicar la inmensidad del cielo o la furia de una tormenta? Él no es mi vida, es la razón de mi existencia.
Siento cómo unas lágrimas traicioneras pujan por escabullirse entre mis pestañas y lucho contra ellas. Ya habrá tiempo para lágrimas, ahora he de ser fuerte. Fuerte por él, porque se que en algún rincón de su alejada conciencia puede oírme.
Cierro los ojos, y, con la cabeza apoyada en su hombro, me abandono al cansancio y me dejo rodear por los brazos de Morfeo.

- ¿Qué has venido a hacer aquí? – preguntó una voz a mis espaldas.

Me giré y vi a mis espaldas a un joven no mucho mayor que yo con una sonrisa no muy prometedora. Suspiré. Había oído aquella pregunta como una treintena de veces desde que había aterrizado en Uganda. ¿Tanto les costaba entender a todos que yo quería renunciar a mi vida de privilegiada para ayudar a los demás?

- Lo mismo que tú, supongo – espeté – Ayudar. ¿O te crees que he venido aquí de vacaciones?
- No encajas, más te valdría coger tus maletas de niña rica y volverte por dónde has venido antes de que rompas una uña – gruñó

Aquello fue demasiado para mí. Nunca había sido una niña rica. De hecho, en el mundo occidental probablemente sería más pobre que él. Quise soltarle alguna respuesta mordaz, pero entonces miré sus ojos, que aunque se mostraban acusadores, escondían algo más; miedo.
Decidí que era mejor no crearme enemigos en mi primer día allí.

- Me da igual encajar o no encajar, a mis maletas de niña rica les ha gustado este lugar, así que nos vamos a quedar – hice una pausa – Y no te preocupes por mis uñas. Me las muerdo – levanté mi mano derecha para demostrárselo. Resopló y se dio media vuelta.

Los días pasaban y parecía que mi relación con él no mejoraba, a diferencia de la que tenía con el resto de voluntarios y habitantes de la aldea.
Empecé a trabajar como profesora, enseñando a los niños (pequeños y no pequeños) las letras. Sentía que había encontrado todo lo que siempre había buscado. Ver una sonrisa en aquellos desnutridos rostros infantiles era pago más valioso que todo el dinero del mundo. Era feliz. Y sin embargo, todavía me faltaba algo.

Él se mofaba de mi los primeros días, cuando, por culpa del cambio de aguas, me pasaba gran parte del día “patas abajo”. Sin embargo no me quejé ni una sola vez. Si él lo había aguantado, yo también lo haría.

Empezó entre nosotros una extraña rivalidad para ver quien tenía más méritos.

- ¿Sabes? – me sorprendió oír su voz sin asomo de malicia – Al fin y al cabo, no estás tan fuera de lugar aquí, creo que tus maletas tenían razón…
- ¿Y a qué se debe tu cambio de opinión? – pregunté, perspicaz
- A que el jefe le ha recordado sutilmente qué estuvo lloriqueando una semana mientras le duraron las diarreas, y tú, a pesar de que ya llevas un mes aquí, no te has quejado ni de la diarrea, ni de las moscas, ni del olor, ni de ningún tipo de incomodidad -. Rió uno de nuestros compañeros. Él se puso rojo.
- ¿Damos un paseo? – le ofrecí una tregua que aceptó agradecido.

Paseamos un rato en silencio por las calles arenosas y malolientes de la aldea, aunque, curiosamente, bañada por la luz de la luna, tenía un aspecto mucho más… ¿Mágico?

- ¿Por qué decidiste venir aquí? – pregunté al final. Se tomó su tiempo antes de responder
- Quería escapar. Quería dejarlo todo atrás, aunque supongo que eso no es posible, quería empezar de cero, darle un sentido a mi vida, más allá de las banalidades que me rodeaban en Londres… me sentía como en una…
- Cárcel – susurré a la vez que él.

Nos miramos intensamente durante un largo rato. No hacían falta más palabras. Supe que él compartía mis pensamientos y sentimientos, que odiaba verse atrapado en la rutina, que le gustaría cambiar el mundo. Pero que, a pesar de haber encontrado un sucedáneo de felicidad completa dedicándose a ayudar como voluntario, todavía le faltaba algo. A ambos nos faltaba algo. En realidad, lo mismo. Yo desvié la mirada la primera.

A partir de aquella noche, todo cambió. Nos convertimos en los mejores amigos, en inseparables, algo que nadie había previsto viendo nuestra primera relación. Lo sabíamos todo del otro sin necesidad de palabras. Teníamos esa complicidad única y especial que los demás no entendían. Y sin ser realmente consciente de ello, aquella parte vacía dentro de mí, dejó de estarlo. Me había enamorado.

Pero, cuando parecía que había alcanzado la felicidad absoluta, se desencadenó todo. Era demasiado perfecto para durar mucho.
La guerrilla comenzó como empiezan todas; con odio, venganza, y algo de política y economía por detrás.
A nosotros nos pillaron por sorpresa. Nadie avisó.
Eran brutales, asesinos, violadores, cegados por la ira y la violencia, pero sobre todo, jóvenes que no habían conocido ningún sentimiento positivo, y que sólo les habían enseñado a matar desde que eran unos críos.
Pensé en mis alumnos, en aquellos niños de sonrisa inocente, y me negué a que corrieran el mismo destino. Me hice cargo de la situación, y ayudada por mis compañeros y los hombres de la aldea que estaban todavía en condiciones, planeamos la evacuación.
Aprovechamos la noche, mientras nuestros invasores se emborrachaban en su campamento, y empezamos a sacar a las mujeres y a los niños de la escuela, mi escuela, dónde habían permanecido escondidos. A los heridos los trasladaban en la camioneta que normalmente transportaba alimento.
Me sentí frustrada. Sería imposible sacar a todos en una sola noche, y dudaba que consiguieran llegar a la aldea vecina. Odiaba aquella sensación de impotencia y de injusticia. Me eché a llorar rogando que alguien nos ayudara.

- ¿Elena? – me sobresalté, no le había oído llegar. Me miró y yo no traté de ocultar las lágrimas. – Me rodeó con sus fuertes brazos y yo me acurruqué en su pecho, dando rienda suelta a mi agonía. Me besó el pelo y me frotó la espalda – Todo saldrá bien, estoy aquí, contigo, todos van a estar a salvo, ya lo verás.
- ¿Cómo lo sabes? - conseguí preguntar, mientras me sorbía la nariz.
- Porque tú estás aquí. Eres una luz capaz de alumbrar la máxima oscuridad. – Volví a sollozar, enfadada conmigo misma por no poder controlarme. – De todas maneras – me apartó y me miró serio – Sería mejor si te marchases tú también.
- ¿Qué? – Me aparté de él, rabiosa
- Es peligroso, pueden hacerte daño.
- Y a ti también – repliqué con ferocidad – y a todos, me necesitan, no me voy a marchar… mi vida vale tanto como cualquiera de las de los demás.
- No, no para mí. – Su voz sonaba ronca. Levanté la mirada y le miré a los ojos sorprendida de que él también fuera incapaz de reprimir las emociones. – Si te pasara algo malo, yo… no podría seguir viviendo. Antes de encontrarte, vivía sumido en las sombras creyéndome capaz de ver a través de ellas. Antes de que la luz llegara a mi vida. Antes de encontrarte, mi vida estaba vacía, y gracias a ti, ahora tengo una razón para continuar viviendo. Te quiero.

Me besó, y yo le correspondí. Y nos dejamos llevar por la urgencia, por la pasión y por el miedo de que aquella fuera nuestra última oportunidad de estar juntos. Nos olvidamos de la desesperación y el dolor y nos concentramos en nosotros, sólo en nosotros por una vez. Y así nos descubrió el amanecer.
Pero los primeros rayos de sol también trajeron algo más; los gritos. Volvimos a la cruda realidad.
Salimos corriendo a la calle y vimos el motivo de aquellos chillidos de terror; uno de los asesinos apuntaba con un revolver la sien del marido de una mujer, e intentaba obligar a ésta a matar a otro hombre, ya que ella tenía una pistola en la mano, y le apuntaba temblorosa. Ella lloraba, y aquella sanguijuela se reía divertida de su propia crueldad. Grité y me lancé como loca contra el agresor, que cayó bajo mi peso, cogido por sorpresa. La mujer soltó el arma y se abrazó a su marido, mientras el otro hombre huía rápidamente. Forcejeé con mi víctima, pero él era mucho más fuerte que yo y pronto me redujo.

- Maldita blanca – gruñó – Te voy a enseñar a no entrometerte

Me dio un golpe y me quedé aturdida, pero algo quitó su peso de encima de mí.

- Estate quieto, es blanca, no puedes hacerle daño a ella, o nos meteremos en líos – exclamó una voz autoritaria en alguna parte. Me arrastré hasta la pared de una casa y traté de ponerme de pie.
- No se enterarán, y además, ¿Quién le manda entrometerse? Le daré lo que se merece. – El otro pareció meditar, y finalmente asintió. – Lo siento blanquita, - me dijo, divertido – tenía otros planes para ti, pero ya ves que tenemos prisa. Alégrate, será más rápido.

Se agachó y cogió el revólver que yo le había arrebatado en mi intento de salvar la vida de aquellas tres personas. Al menos, y extrañadamente me sentí aliviada, iba a tener una forma heroica de morir.
Alzó el arma y me apuntó, tomándoselo con calma, quizás esperando a que yo llorase o cerrase a los ojos. Pero no lo hice, lo miré con desprecio y asco.
Y encones disparó. No lo había visto llegar, y ellos tampoco. Y sin embargo, allí estaba mi ángel de la guarda, interponiéndose entre mi sentencia de muerte y yo.

Alguien me estaba moviendo para que me despertase.

- Señorita, - reconocí la voz del doctor – Señorita, hemos decidido acabar ya. No hay nada más que podamos hacer por él… Si quiere despedirse, le dejaremos intimidad.

El doctor se dio media vuelta y me dejó a solas con él. Le miré y acaricié su rostro.

- Te quiero – le susurré al oído – Te querré siempre. Espérame por favor. No vayas a dónde no pueda seguirte…

Le di un suave beso, sintiendo como una silenciosa lágrima resbalaba por mi mejilla y caía en sus labios.
Me di la vuelta para marcharme.
Pero en aquel momento algo rozó el dorso de mi mano.
Me di la vuelta incrédula, y allí estaban aquellos ojos azules que tan bien conocía, y una débil sonrisa comenzaba a dibujarse en las comisuras de sus labios.

- Elena – susurró – gracias por hacerme volver.

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