martes, 1 de septiembre de 2009

El viejo violinista

Era muy anciano, sus ojos, blanquecinos y casi ciegos debido a las cataratas, eran dos puntos brillantes en medio de aquel rostro envejecido, surcado de arrugas, que daba la sensación de estar tallado en madera.
No recuerdo exactamente en que momento de mi vida apareció, porque desde que tengo memoria, siempre estuvo allí, en la esquina de mi calle, como una estatua, ya hiciese frío o calor, lloviese, nevase o hiciese un sol esplendido.
Mi hermano y yo estábamos tan acostumbrados a pasar a su lado que nuestra vista apenas reparaba en él, y sin embargo nuestros oídos… nuestros oídos siempre estaban atentos a escucharle, al tiempo que nuestras voces quedaban mudas y nuestras bocas inevitablemente abiertas.
Aquel sonido deleitante, hipnotizador, que nos embelesaba y nos hacía detenernos un instante en medio de la calle, camino del colegio o de vuelta a casa.
Supongo que los niños son capaces de percibir las verdaderas maravillas del mundo. La belleza está en lo simple, en lo obvio, en lo natural, ese es el concepto que aprendí en mi más tierna infancia. Conforme crecemos, las preocupaciones del día a día no nos dejan disfrutar del milagro de la vida.
Mi hermano, que por aquel entonces contaba con ocho años y tenía la curiosidad y las inquietudes de un niño inteligente y despierto, me cogió un día de la mano y me condujo hacia el viejo del violín.

- Señor – comenzó mirándole atentamente, como si cada palabra que el hombre dijese pudiera ser absorbida - ¿Por qué toca usted el violín?

Recuerdo que el viejo levantó la mirada y trató de enfocarla hacia nosotros, aunque supongo que solo veía dos manchas no muy altas frente a él. Reconozco que la primera vez que reparé en sus ojos ciegos me asusté.

- Toco el violín, pequeño, porque es lo único que no me han podido arrebatar – respondió con una sonrisa cariñosa
- Pero – insistió mi hermano, tozudo – ¿No tiene trabajo? ¿Sólo toca el violín?
- Hablas del violín como si saber tocarlo fuera un pasatiempo, y te diré, que sin embargo, comprobar que estas viejas manos son capaces todavía de arrancarle música a mi compañero es mejor pago que todo el dinero del mundo.

Mi hermano se quedó sorprendido con aquella respuesta, y la estuvo meditando durante días, aunque no fue hasta años más tarde cuando comprendió la respuesta.
A partir de aquel día, todas las tardes al volver del colegio, nos parábamos para hablar con el viejo del violín, al que nunca le preguntamos su nombre, y él, cuando había saciado nuestra curiosidad, tocaba algo para nosotros.
No teníamos dinero con el que pagarle, pero aquello no le importaba. Parecía que el hecho de conseguir que sonriésemos era suficiente pare hacerle feliz.

Una mañana, al salir de casa, el viejo no estaba.
Mi hermano me tranquilizó diciéndome que seguramente habría ido al médico por un catarro, al fin y al cabo era Noviembre y el frío comenzaba a arreciar.
Sin embargo, por la tarde tampoco estaba. No estuvo ni a la mañana siguiente ni por la tarde. En realidad, no volvimos a verle nunca más.
Mi hermano cogió a escondidas el periódico de mi padre y buscó en las esquelas, pero de pronto se dio cuenta de que no sabía el nombre del viejo.
Yo entonces no entendía muy bien que era la muerte, así que me limitaba a observarle en sus intentos de encontrarle.
La mañana de Navidad, cuando pasábamos con nuestros padres por la esquina en la que solía encontrarse, una mujer se acercó a nosotros, para sorpresa de nuestros padres.

- ¿Sois Daniel y Clara? – preguntó, con una sonrisa bondadosa, ignorando la cara de asombro de nuestros padres. Nosotros asentimos – Tengo algo para vosotros.

Sacó algo de una maltrecha bolsa de deporte, y lo depositó en manos de mi hermano. Era el violín del viejo, con sus raspones y su madera gastada, pero allí estaba.

- Feliz Navidad – nos deseó, al tiempo que se daba la vuelta y se perdía entre la gente.

Mi hermano lo miraba entre extasiado y entristecido. Lo acarició suavemente con los dedos, como si fuese un viejo amigo perdido, y a continuación se echó a llorar.
Creo que fue la primera vez que vi a mi hermano llorar por un dolor que nada tenía que ver con lo físico.

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