lunes, 16 de mayo de 2011

De autobuses y cosas espontáneas.

(La palabra espontaneidad no me gusta, será por ese diptongo forzado, es difícil de pronunciar.)

Hoy estaba sentada en el autobús junto a un señor orondo. Un señor de estos que ocupa su asiento, y mitad del tuyo, y entre su considerable volumen y tu cadera ancha se produce una lucha de átomos por ocupar un mismo espacio que no podía acabar bien. Y ahí estábamos él y yo, yo y él, tratando de acomodarnos en la incomodidad, con un calor pegajoso de tormenta, y un intento de brisa que entraba por la microscópica ventanilla del autobús. Y es que los autobuses tendrían que ser más anchos, digo yo, porque son en cierto modo discriminatorios. Sólo hay dos asientos grandes, para gente grande, en todo el autobús. Y encima son los mismos que los reservados a ancianos o embarazadas, o madres con bebés. Que luego encima, esos asientos no los cede ni Dios. Y ves a una quinceañera flacucha sentada en el asiento que le correspondería al señor orondo, y ni estando tan espatarrada como está ocupa un tercio del asiento. Y mientras, él y yo apretujados. Que ha habido un momento en el que he temido por mi vida, porque hemos cogido una curva al puro estilo Fitipaldi, y el señor se ha balanceado peligrosamente sobre mí. Como cuando te montas en el saltamontes, y el que te cae encima pesa más que tú. Y encima el pobre intenta evitar que todo su peso te escachufle (escachuflar es una hermosa palabra, pero Word no me la admite y me la subraya en rojo. Odio cuando Word se cree que sabe más que yo) agarrándose con todas sus fuerzas al otro extremo del vagón/asiento/como quiera que se llame la cosa del saltamontes. Y el señor ha hecho más o menos lo mismo. Y yo he dado gracias al señor que diseñó el autobús de Tuzsa, porque al menos puso asidores al alcance.
Pero bueno, que yo no quería hablar de los autobuses, que es un tema que da para mucho, y está muy presente en mi vida, pero no.
El caso, que nos hemos parado en un semáforo, y al señor orondo le ha dado por mirar por la ventana. ¿Y qué ha encontrado? Pues a un señor en chándal haciéndole señas como un poseso desde la acera de enfrente. Se han saludado. Se han sonreído. Y de pronto, al señor orondo le ha dado un ataque de espontaneidad. Se ha bajado del asiento (sin preocuparse esta vez por mi integridad física), ha corrido hacia la salida y vociferado: “¡Abra la puerta!” en un intento desesperado de encontrarse con su amigo, que miraba desde la otra acera, sin moverse, esperando a que el señor orondo llegase hasta él, para abrazarse, darse la mano, o unas palmaditas en la espalda, como viejos amigos que hace mucho que no se ven, preguntarse ¿Qué tal? ¿Y la familia? Y a lo mejor hasta irse a tomar una caña, para contarse batallitas. Eso es lo que me imagino que habría sucedido, porque al conductor no le ha dado la gana de abrir la puerta.
Sea como sea, ese acto de espontaneidad del señor orondo me ha sacado una sonrisa. Se ven muy pocos gestos de afecto como esos cada día. No dudo que la gente se quiera. Pero emocionarse tanto por ver una cara amiga… a lo mejor es que estamos demasiado ocupados en nuestro propio universo. Con los cascos, mirando por la ventana para evitar la mirada de las personas con las que nos cruzamos. ¿Qué ha sido del hombre como animal social? Parece que ahora, si no conocemos a los demás, no guste aislarnos. Los gestos de afecto son cada vez más escasos.
Con lo fácil que es regalar una sonrisa, que a su vez inspire otras.
En este mundo hacen falta menos metralletas, y más abrazos.

No hay comentarios: