miércoles, 29 de marzo de 2017

La noche en la que conocí a Edjengui.

La noche en la que conocí a Edjengui me caía de sueño.  Había sido un día largo.  Dori llevaba dos días en Mintom y yo había terminado el trabajo de oficina.  Era septiembre y en la casa de Djoum sólo quedabamos unos pocos.  Estábamos desayunando cuando uno de los trabajadores de la Ong empezó a llamarnos.  Su sobrina llevaba toda la noche de parto y el bebé no salía.  Patri,  Mamen y Alba me animaron a ir con ellas, a pesar de que yo no tenía nada de personal sanitario. Nos montamos en el destartalado todoterreno y nos lanzamos al camino. 

 En septiembre ya es época de monzones,  y los caminos tienden a ser intransitables,  pero conseguimos llegar.  Fue la primera vez que asistí a un parto.  No es que yo pudiera hacer mucho,  a parte de echar agua oxigenada en un algodón y apretar contra el pinchazo del brazo de la niña.  Porque era una niña.  La madre era una niña pigmea,  una de tantas que a los trece años ya han tenido su primer hijo. Solo que ella no llegó a tenerlo. Si el parto va mal poco se puede hacer en medio de la selva.  Y allí estaba ella,  tan pequeña,  tendida en una estera en su casa de adobe,  atontatada por tantas horas de dolor.  El feto se había muerto dentro de su vientre,  después de tantas horas sin que su madre dilatara.  Había que llevarla a un hospital para que se lo sacaran por cesárea,  pero el hospital más cercano estaba a cuatro horas si no había ningún percance por culpa de la lluvia y los caminos.

Cargamos con ella en el todoterreno y con varios de sus familiares en la parte de atrás, cabizbajos,  silenciosos.  Apoyé su cabeza en mi regazo,  sujetando en alto la bolsa de suero.  Si no llegaba a tiempo al hospital,  se nos iba.  Llegó.  Y como siempre exigieron una tarifa exhorbitada por atenderla.  Pero vivió.

Esa tarde,  o puede que fuera la tarde siguiente,  fuimos a otro poblado a atender a una niña con malnutrición y enseñarle a su madre cómo preparar una papilla especial.  Las mujeres y los niños llevaban coronas hechas con hojas trenzadas.  Estaban esperando a Edjengui. Y entonces llegó la lluvia.  La lluvia en Camerún poco o nada tiene que ver con la lluvia europea. La ves aproximarse como una espesa cortina,  sin quiebro alguno,  y te cubre como una manta cálida. Justo antes de que te alcance puedes ver cómo los colores brillan con más intensidad.  El verde es esmeralda y el naranja se vuelve rubí.  Y entonces te alcanza y podrías bailar.

Esa noche nos invitaron a ver a Edjengui.  Fuimos todos. Y a todos nos capturó la magia,  las voces,  la luz del fuego y la silueta espectral danzando en círculos imposibles durante horas.  Así es como conocí a Edjengui.  Y cómo me enamoré aún más de África.

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