jueves, 7 de enero de 2010

Vender poesía

La poesía no se debería vender, y sin embargo la vendo.
Como persona nadie me puede comprar, como escritora tengo precio.
El afán de gloria, de fama, de inmortalidad, es mi condena, y acepto esta pena con lo que me queda de dignidad.

Cambio un verso por una moneda, o eso pienso, pues todavía no he escrito nada que pueda interesar a un comprador.

Pero, ¿merece algo la pena si su valor es metálico? ¿Cuándo surgió la pasión inspirada por el tintineo del bolsillo? ¿Acaso no languidecían los bohemios hambrientos en cuartuchos oscuros de París?

Los árboles desnudos de mi calle parecen desarmados bajo la luz mortecina de este día gris. Podrían ser hermosas estatuas de madera cubiertas por una grágil capa de nieve, delicada; tanto que puede esfumarse con un soplo. Pero pienso en vender la belleza y ésta desaparece.

No puedo vender poesía. La poesía no se vende. Tan solo se regala. Se entrega a sí misma desinteresadamente. Pero no es una esclava. Va y viene, deleita nuestras mentes humanas, y se marcha cual musa caprichosa cuando quiere, abandonándonos en nuestra fría soledad.

Arde y enciende, pero no quema. Conmueve y transporta. Fluye estando quieta.

Vuela, alma, vuela.

Vuelve, musa, vuelve.

Regalo poesía a quien la quiera.

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