jueves, 21 de febrero de 2013

Madrugadas.

Madrugadas de ensoñaciones que recorren el pasado como si de una película en blanco y negro se trataran. Tan cerca, y al mismo tiempo tan lejos. Sería mucho más romántico si escribiera desde un ático en Monmarte con París a mis pies. Pero al parecer, se me cayó el romanticismo del bolsillo en el camino hasta aquí.
Quiero escribir acerca de tantas cosas que cada vez que lo intento se me arremolinan los pensamientos y se niegan a salir. Así que pido disculpas, porque este no será mas que otro vano intento de ordenar esas ideas que necesito escupir. Porque me colapso. No puedo pensar, ni hablar, ni escribir. Casi no puedo ni sentir. 

Me gustaría escribir sobre los años en los que me sentía inmortal, infinita. Transcendental. Esos en los que parecía que nos íbamos a comer el mundo. Esos en los que éramos una familia, en los que Zaragoza se rendía a nuestros pies y le hacíamos el amor a las calles con nuestras mil y una conversaciones sobre todo y nada. Con nuestras mil y una risas, nuestros secretos, nuestras inquitudes, nuestras esperanzas. Había un vínculo especial entre todos nosotros. Formábamos algo entre todos. ¿Con quién sales? Con éstos, con quién va a ser. Menuda pregunta. Eramos jóvenes, y nos sentíamos eternos. Los momentos épicos de la Acampada de Zaragoza... esa sensación de poder, de cambio, de que estábamos haciendo historia, marcando un antes y un después. Ahora somos jóvenes todavía, pero la ilusión ya no es tan brillante. Solíamos volar demasiado cerca del sol, y acabó quemando nuestras alas. Ahora la vida nos separa, y cada vez nos quedan menos energías para luchar por algo que no sea nuestra propia supervivencia. La jungla de Darwin. Sólo los más fuertes sobreviven. Unos se han ido a Madrid. Otro a San Sebastián. Otra a Bruselas. Otro a Suiza. Otra está a mitad de camino entre Zaragoza y Bilbao. Otros dos hicieron silencio de pronto, porque había demasiado ruido en sus mundos interiores, y necesitan solucionarlo. Y todavía existen momentos, cada vez más espaciados, en los que nos juntamos. Y todo parece estar bien. Supongo que por eso voy a hacer mi trabajo sobre Virginia Woolf, porque al igual que ella pienso que sólo cuando estamos todos juntos, estamos completos, y podemos transcender. Sólo entonces vuelve a estar el mundo a nuestros pies. No tengo otra forma de entender la amistad. Éramos una manada. Uno para todos, y todos para uno. La unión hace la fuerza. Aunque cada vez son más escasos los momentos en los que siento eso. Cada vez tengo que luchar más contra mí misma para convencerme de que eso fue real, no sólo una ilusión. Existió, una vez. No hace tanto tiempo. 
Pero formamos parte de eso que llaman la generación perdida. Ahora somos adultos y estamos chocando con la cruda realidad del mundo podrido en el que vivimos. Los ideales no triunfan. Los malos siempre ganan. Nunca tendremos igualdad de oportunidades, porque no hemos nacido ricos ni con contactos. Tenemos que pelear por absolutamente todo. Y eso nos desgasta. La crisis nos afecta a nivel psicológico. Es algo real. Esa sensación de cinismo, de desesperanza. Estamos acabando la universidad, o ya la hemos acabado. ¿Y ahora qué? Es como si hubiera un dementor sobre nuestras cabezas robándonos poco a poco la energía vital, la alegría, las ganas de seguir luchando. Y sólo nos queda eso, aferrarnos a nuestros recuerdos felices. Pensar en algo bonito.Y comer chocolate para matar las penas. Hasta que se nos acabe la calderilla para abastecernos de cacao. 

Y me gustaría escribir sobre mí. En menos de dos meses cumpliré 23. Vaya. 23. No me importó cumplir 19, ni 20, ni 21, ni 22. Es más, cada año que pasaba era más feliz. Pero cumplir 23 es una fecha determinante. Cuando era pequeña solía imaginar que al cumplir 23 acabaría la carrera, y ya tendría la vida resuelta. Podría vivir, hacer lo que quisiera, ser completamente libre. Voy a cumplir 23, y tengo la sensación de que no sé una mierda, hablando mal y pronto. Me sentía mucho más lista hace unos años, mucho más madura, mucho más orgullosa de mi forma de ser. Ahora me doy cuenta de que lo que decía Oscar Wilde era cierto: "Ya no soy tan joven como para creer que lo sé todo". He aprendido tanto, tantísimo estos últimos 5 años. He vivido tantas experiencias, he conocido a tanta gente, he crecido tanto. Parece que estoy a años luz de esa chica de 18 años que se hizo la maleta muy convencida y se marchó a la otra punta del mundo, porque no le tenía miedo a nada, y aunque lo tuviera, el orgullo era mucho más fuerte, y "por mis narices que lo hago". Y sin embargo, cuanto más cosas sé, cuanto más descubro, cuanto más vivo, más consciente soy de todo lo que me queda por aprender. De que en realidad no sé nada. De que no estoy en en paz con el mundo, que cada día es una lucha continuada. Quería comerme el mundo, y el mundo se me está comiendo a mí. 
Y me canso. Hay días en los que estoy muy cansada. Por las mañanas a clase, por las tardes a trabajar, y en las horas libres que me quedan, me apunto a mil y una historias para mantener el intelecto satisfecho. A mí nadie me va a regalar nada jamás. Para hacer las cosas que quiero siempre tengo que invertir sangre, sudor, y lágrimas. Y cuando a pesar de los esfuerzos constantes, la vida te sigue pegando puñetazos en el estómago que te dejan sin respiración, hay días en los que te preguntas: Y todo esto... ¿para qué.¿Qué sentido tiene? Y luego te obligas a tí mismo a seguir caminando. Existencialismo puro y duro. 

Porque, y eso es algo que tuve que aprender hace muchísimos años... aunque duela, no queda otra que seguir caminando. Porque la vida no se va a quedar esperando.

No hay comentarios: