miércoles, 3 de junio de 2015

A mi mejor amiga...

Quién tiene un amigo, tiene un tesoro. Así que yo he sido rica casi toda mi vida.
20 años han pasado ya desde que llevábamos el pelo a cacerola y la bata a rayas rojas y blancas del uniforme de infantil. 20 años desde que tú te asustabas de los señores disfrazados de reyes magos que venían a vernos al salón de actos, mientras yo ponía cara de aburrimiento y me quedaba pensando en las musarañas.

Crecer juntas no es moco de pavo. En la infancia, entre campamentos y partidos de baloncesto descubrimos que juntas éramos más fuertes, que si nos compinchábamos, a pesar de que los chicos no nos pasaran el balón, podíamos hacer que nuestro equipo ganara un partido, o que las travesías fueran menos duras, y andar no se nos hacía tan difícil si íbamos hablando de libros, películas y un largo etc… Y así llegamos a los 13, subimos nuestro primer 3000 compartiendo la mochila, cada una con sus motivaciones, pero juntas, y empezaba la época de los chicos, de las llamadas de teléfono eternas, el mítico “y vas tú…”, de los cotilleos después de entrenar, o mientras entrenábamos (¿quién dijo que no se puede encestar mientras se habla?) de carpetas forradas, de amor a Orlando Bloom, entre otros, más libros, más películas, odio a las matemáticas y sobre todo, de desarrollar  esa afinidad y comprensión incipiente a lo largo de esa absurda adolescencia, entre algunas lágrimas, y sobre todo, muchas risas, sueños y confidencias.

Empezamos bachiller con la emoción de ir por fin juntas a clase. A letras, por supuesto. ¿He remarcado ya el odio acérrimo hacia las matemáticas? Fue el momento de que leyeras mis historias, de empezar a hacer las míticas sesiones de cine, de quedarnos toda la noche, bien abastecidas de pañuelos, por nuestra tendencia al drama, de los viajes de estudios, y sobre todo de esas clases de psicología en las que nos sentábamos juntas hasta que Nicolás, harto, no separó, pero que nos dieron para dibujar con fosforito el mapa de Europa en el libro y decidir que íbamos a hacer Interrail, y cómo. Nadie nos daba mucho crédito, claro, igual que no me daban mucho crédito cuando dije que me iba a Australia un año, pero ahí estábamos, obstinadas y convencidas, y dispuestas a dejarnos la piel para ahorrar lo suficiente para hacer el viaje soñado.

Podía haberse ido todo al traste. Yo me fui a la otra punta del mundo, tú empezaste la carrera, y podíamos habernos distanciado. Pero a pesar del cambio horario, hablábamos casi a diario, separadas por primera vez tanto tiempo desde los 5 años, mandándonos esos emails eternos con el título plagado de puntos suspensivos en el que buscábamos el apoyo incondicional a la hora de enfrentarnos a la vida de adultas.

Trabajar, estudiar, salir de juerga, Interrail, días enteros en la biblioteca, cafés, desayunos, viajes a Portugal, a la playa, a la montaña, Nocheviejas, amores, desamores, idas y venidas de amigos, amargura, tristeza, alegrías…Libros, pelis. Pensábamos que a los 18 ya éramos mayores, pero nada más lejos de la realidad. Sí es cierto que probablemente ha sido el periodo más intenso de nuestra vida, pero ahora llegamos al cuarto de siglo, y empezamos a parecer mayores de verdad. Hemos acabado de estudiar, trabajamos, tú te has mudado, a mí poco me falta, estamos cansadas casi siempre, ahora quedamos para tomar pinchos y vinos, o al café, pero poco de fiesta. Hablamos de alquileres, de muebles… Eso sí, hay algo que nunca cambia: Libros y pelis.

 Y ésta es nuestra historia juntas, que después de 20 años, creo que ya se puede hablar de historia. Leí que según un estudio, las amistades que se mantienen más de 7 años, durarán para siempre. En fin, no hacía falta un estudio para confirmarlo, pero está bien eso de tener a la ciencia de nuestra parte.

Hay personas que vienen, que van, que aportan algo muy bonito temporalmente, dejan huella y luego desaparecen. ¿Qué es entonces lo que nos da permanencia en la vida de la otra? La respuesta podría ser libros y pelis, claro, pero aparte de ser bibliófilas y cinéfilas hay algo más. Algo relacionado con todas las vivencias compartidas, todas las historias en común, todos los recuerdos… La memoria forma parte de nuestra identidad como personas, y compartiendo esa memoria en tantísimos aspectos, todos ellos buenos, nos convierte en amigas indivisibles. Porque sí, son todos buenos. A pesar de los malos momentos que hemos podido vivir, mi recuerdo de ti siempre es bueno. Por esa lealtad absoluta que me has demostrado en cada ocasión. Por tu apoyo incondicional, tu confianza, tu respeto, ese que sigues mostrándome cada día, tu oído atento, tu capacidad de escucharme sin juzgarme, pero siempre sincera a la hora de decirme lo que piensas. Nunca, en 20 años, nos hemos enfadado. A pesar de haber estado en desacuerdo, no hemos llegado siquiera a discutir. Porque la amistad es eso, al fin y al cabo. Conocer a la otra persona a la perfección, lo bueno y lo malo, y a pesar de todo, seguir al pie del cañón, contra viento y marea. Usar palabras ciertas sin hacer daño. O que no haga falta ni usar las palabras. Partir piernas por ti. Y sobre todo, intercambiar libros y pelis.

Al fin y al cabo, los pingüinos eligen a su compañero para toda la vida.

Gracias por estos 20 años. Que sean muchos más (y lo serán)


Feliz cuarto de siglo pingüina mía. 



 (Nótese que me he abstenido de poner fotos anteriores a interrail para preservar nuestra dignidad)

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