viernes, 21 de junio de 2013

Musas

No sé dónde quedaron las musas. Debió llevárselas el cierzo, o tal vez el río, en medio del temporal. Las palabras estancadas entre mi mente y mis dedos, atrapadas en ese lodazal espeso de ideas intrascendentes y borrosas que se pierden difuminadas en el límite entre la realidad y la ficción. ¿Qué fue de mí? ¿Qué  fue de ti? ¿Y de nuestra canción? Nunca la escucho, pero todavía es un eco moribundo entre las paredes de marfil de mi conciencia, o tal vez de mi subconsciente. A veces retumba tanto que duele, y algo se resquebraja en la superficie, dejando mella. Ya no tengo alma. O tal vez una loca desalmada es lo que siempre he ido, y lo escondía bajo una capa de bondad artificial. Pero no. Detrás del muro de hielo que me encierra, todavía late un corazón, puede que poquito, porque está criogenizado. O puede que sea sólo un asunto de rigor mortis, qué se yo. Qué poco me importa. Del odio ardiente a la fría indiferencia. Pero odio ¿por quién? Pues a la hora de la verdad sólo me he odiado a mí misma. Por débil. Por vulnerable. Por tonta. 
Un baile de máscaras. Un círculo. Y yo dando vueltas, y vueltas, dentro de un círculo de personas escondidas tras antifaces que me miran con sus ojos vacíos y me empujan de unas manos a otras. Como si hubiera alguna diferencia. Las manos que yo quiero no me volverán a sostener jamás. En la mías, las palmas sangran abiertas de tanto tropezar y parar la caída. Que el corazón no se salve, pero que lo haga la cabeza. Si es que puede, en medio de este torbellino de colores, música desbocada. Esa sensación de irrealidad. De aislamiento absoluto. Ya no conecto con nada, con nadie. Hasta mis musas me han abandonado. También ellas se cansaron de mí. Al fin y al cabo, parece que en todo soy un fracaso. Pero ya basta de victimismo. Yo decidí quitarme la máscara, y por eso soy el centro de las miradas, de los empujones, de los abrazos vacíos a altas horas de a noche. Siempre he sabido que nunca he pertenecido a este lugar. Mi habilidad de adaptación a las circunstancias es sólo ejemplo de supervivencia, puro instinto animal. Pero nada queda aquí que pueda hacerme feliz. Tal vez nunca lo haya habido. A saber. Todo es tan relativo. Se me oxidaron las alas de tanto esperar dentro de esta jaula de barrotes inexistentes. Musas, volved a mí. Dadme al menos la paz de poder escribir. Que estoy maldita, como tantos otros antes que yo, a vagar en los límites de una extrema conciencia de la vida, el universo y la condición humana. La desesperación. La angustia. La existencia. Pero la noche es nuestra. 
Nuestras son las madrugadas. De las musas. Del arte. Son mías. 

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