miércoles, 2 de septiembre de 2015

Rabia

El mundo agoniza entre tragedias y a mí se me desgarra el alma.

No sé en qué momento perdimos la humanidad, si es que alguna vez ha existido cosa semejante . No hay justicia, es una de tantas utopías soñadas. ¿Cuántos niños mueren sin que a nadie le importe? ¿Cuántas vidas quedan truncadas por el hambre, la guerra y la enfermedad? El apocalipsis no es el futuro, es el presente, nuestro presente. Y lo peor es que parece que la vida sigue, y que todo sigue igual. Y los países "desarrollados" se pelean por ver si dejan pasar a los refugiados, hablando de cosas ficticias como fronteras mientras permiten que niños de tres años yazcan ahogados en sus playas; niños que escaparon de una guerra que se prolonga porque ningún país "desarrollado" tiene la iniciativa de intervenir ¿qué beneficio sacarían? ¿acaso hay petróleo? Vergüenza. Vergüenza es lo que dan y no tienen. Que no tenemos. ¿Cuántas veces he oído "Aquí que no vengan, que no hay sitio"?

Hace tres semanas yo estaba en un pueblo del sur de Camerún, en medio de la selva, que se llama Bindoumbá. Seguramente no aparezca en los mapas, porque es un pueblo de pigmeos, y para el mundo los pigmeos no existen. Ningún pueblo de los alrededores tiene acceso a agua potable. Se alimentan casi exclusivamente de un tubérculo llamado mandioca. Viven en una situación de semi-esclavitud con respecto a sus vecinos, que por supuesto no son pigmeos y los consideran sus animales. En Bindoumbá, entre otras familias, vive una madre con tres hijos. Del padre no se sabe mucho a parte de que pasa bastante tiempo en la selva, cazando. Marie tiene 7 años y ha superado la edad crítica. Rodrick es el mediano, tiene malnutrición severa, parásitos intestinales, una hernia umbilical y una neumonía con pinta de ser tuberculosis. Sí, tuberculosis, esa enfermedad que nos suena a medieval. Su hermanita pequeña es un bebé que todavía está a salvo porque aún se alimenta de leche materna. Hasta que deje de hacerlo. Rodrick, con sus 5 años, camina agarrándose la tripita hinchada porque no puede con ella, y llora sin fuerzas porque le cuesta respirar.
Tuvimos que llevarlo al dispensario para tratarlo. Era uno de los 5 niños con malnutrición severa del pueblo. 5 de 14. No hay más niños. La mayoría, o al menos la mitad, no llega a los 6 años. Él ha tenido suerte de que nosotros llegáramos ese día a su pueblo. En esa ruta, en una semana, vimos aproximadamente a 100 niños. 100 niños sin agua potable, sin mosquitera que les proteja de la malaria, sin una dieta medio decente, por no hablar de la higiene. De esos 100 niño, 40 no llegarán a adultos. Y a nadie le importará.

Pero a mí me importa Rodrick, y me importa Marie, a la que adoro, porque es lista, divertida y preciosa, y adoro al bebé. Porque les encontré, les medí, les pesé, les puse el termómetro y me daban ganas de llorar al oírlos llorar, de impotencia, de desesperación. Y he viajado con ellos, he visto a Marie bailar, jugar a pillar, pintar, y al bebé engordar. Y tal vez consigamos financiación para construir fuentes, y un centro preescolar con un profesor que controle el estado de los niños, pero hasta entonces ¿qué? ¿Cuántos de esos niños a los que he visto quedarán? Y ese conocimiento me pesa, me duele y me desgarra.

Muchos me preguntan qué tal en Camerún. Y no sé qué decir. Porque cuando intento explicar el sentimiento de hachazo que me produce tanta injusticia, el dolor se multiplica mientras de fondo leo de titular en las noticias "Crisis migratoria" o "Nuevo atentado de Estado Islámico".

No sé por qué no estamos llorando ante tanta agonía. No lo entiendo, ¿Qué más tiene que pasar para que abandonemos la insensibilidad?

A mí no se me olvida Bindoumbá, ni se me va a olvidar, aunque nunca llegue a aparecer en ningún mapa.

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