sábado, 16 de abril de 2016

William. 1917

Qué extraño resultaba  volver a estar en casa, en esa siniestra familiaridad de la que ya no se sentía parte. La misma luz mortecina de siempre se colaba entre las cortinas de su habitación. Pero su habitación era media. Paul no había vuelto del Somme. Su cama pedía a gritos vacíos el regreso de su dueño, mientras él con su pierna herida miraba las arrugas en la colcha de su hermano, intactas, como si nunca se hubiera marchado a Francia. Como si hubiera hecho la cama a toda prisa esa misma mañana y fuera a volver a cenar. Sólo el polvo delataba que los días se convirtieron en meses, y los meses en años.

No soportaba oír a su madre sollozar. Paulie estaba muerto, pero tal vez se había llevado la mejor parte, después de todo. William tenía que abrir los ojos cada mañana, sentir su ausencia, y obligarse a respirar, a pesar de la opresión que sentía en el pecho, ese dolor mudo y persistente que le golpeaba como un martillo cada vez que pensaba que tenía que seguir adelante.

Héroes de guerra, los llamaban. Uno de los Collins caído, el otro tullido. Qué tontos habían sido. Todos los sueños de gloria de sus tiernos veintipocos fueron sustituidos por las pesadillas de ojos vacíos, el olor a gas, el sonido de los disparos, los gritos, la sangre. Su hermano, amigos con los que había crecido en las calles, el chico poco espabilado del carnicero. Todos idos. Y él sobrevivió a la batalla del Somme, aunque para volver a casa, si es que ahora puede llamarlo así, sin poder caminar. Con la baja y el título de héroe que en poco tiempo todos habrán olvidado.

Mamá llora a Paulie y papá mantiene los ojos vidriosos posados en la calle, como si esperase un milagro. Como si fuese a aparecer caminando bajo la lluvia, chapoteando en los charcos. También lee el periódico. “Los americanos han entrado en la Guerra. Ahora van a cambiar las tornas”. Como si fuese a suceder otra cosa que más matanzas.

Cuando quería no escuchar la metralla en su cabeza, pensaba en ella. Elise. La joven voluntaria francesa. Esa niña crecida a base de horror que le sacó las balas de la carne. La que le acunó al llorar por la muerte de su hermano. Alguien tan joven no debería estar expuesto a semejantes atrocidades. Pero todo eran jóvenes, y ella parecía más fuerte y sólida que cualquiera de ellos. Apenas habían hablado, él no sabía francés, y ella apenas unas frases en inglés, pero podía entender su dolor. Podía entenderlo como nadie de su entorno lo entendía ahora.


Había sido difícil volver y decirle a Lucy que ya no se casaría con ella. No era sólo porque pensara en Elise. ¿Cómo podría vivir con Lucy, alguien tan ajeno al sufrimiento? Sólo conseguiría hacerla desgraciada. Estaba sólo aquí en Londres. Cada uno llevaba su carga propia, como podían. Mamá lloraba, papá esperaba, y él soñaba con volver a Francia y encontrar a esa joven de piel nívea y manos que curaban. 

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